viernes, 29 de marzo de 2013

Ya es hora de decir adiós.


Una sensación extraña se apodera de ti  cegándote completamente. Las palabras no salen, tus brazos y tus piernas no quieren reaccionar y el teléfono por el cual te ha llegado la noticia, se cae al suelo a la par que tú. Tu mente no parece estar por la labor, no puedes pensar y las lágrimas empiezan a nublar tu vista para posteriormente caer como si de un manto se tratasen.
No puedes procesar lo que te acaban de contar, mejor dicho no quieres. En un solo suspiro, te has vaciado completamente y tus fuerzas parecen haberte abandonado. Necesitas gritar, abrir los ojos y descubrir que simplemente era un sueño, bueno, más bien una pesadilla.
Unos minutos más tarde, pareces reaccionar. Recoges el móvil del suelo, te levantas como puedes y observas la pantalla. Necesitas armarte de valor para poder marcar de nuevo pero el nudo de tu garganta no se ha ido aún y por más que lo intentas, tus ojos no consiguen enfocar con tantas lágrimas. Es entonces cuando llega la necesidad de mover los pies, de salir huyendo de allí. Comienzas a correr, a alejarte de aquel lugar que ahora te da escalofríos.
Cuando llegas al hospital, la pesadilla se torna en realidad. Ya es imposible escapar. Y de nuevo, caes al suelo sin consuelo. El agujero del pecho se abre con cada segundo que pasa y con cada uno de los recuerdos que ahora mismo tienes en mente. No aceptas decir adiós. Te duele que todo haya sido tan rápido. No volver a verle sonreír ni volver a escuchar su voz te supera.
Es entonces cuando unos brazos te rodean y un pecho aparece para secar tus lágrimas. Por mucho que te cueste, ya es hora de decir adiós a esa persona que ha estado regalándote tantos abrazos desde que eras una enana… Observas el cielo con nostalgia y te das cuenta de que aunque esté lejos, siempre estará cuidándote como lo llevaba haciendo desde que naciste.